Puesto que el montaje marca una inevitable distancia, apostamos a las potencias exclusivas de la escenificación, como formas comprobadas de aproximación, a través de la representación de arquetipos y/o caracteres superdotados que proyectan las sutilezas de la cotidianidad en poderosos vicios de conducta. Lo que se muestra tímidamente, entre los adolescentes, como los primeros indicios de una conducta negativa que más tarde habrá de adquirir gravedad, cuando sean adultos, traduciendo el acoso en violencia, corrupción o una ética errónea. Estos vicios serán citados en la interpretación escénica de forma evidente, fácilmente identificable como visión general, cambiando su valor delante del imaginario colectivo, al ser denunciados por el rol que juegan dentro de la trama. De este modo, las alegorías se trasladan a un plano psico-social, su vuelven referencias con respecto al plano de las patologías sociales, a la vez que son evidencia de tal fenómeno.
Así, el tono varia de lo contenido a lo fársico; de lo realista a lo grotesco, justificado por lo mundano. Unas veces siendo revelación de lo intimo, desnudando secretos vergonzosos, por la empatía irrefrenable de la crisis emocional. Otras veces denunciando la conducta o la majadería cotidiana que se acepta a fuerza de costumbre hasta convertirse en algo cierto. El contraste va poniendo una conclusión que derrumba a la anterior cada vez; haciendo flexible la razón; ablandando el entendimiento. El ambiente se vuelve poco confiable dentro de su autenticidad; el sujeto debe poner su morbo y su opinión en dos lugares diferentes: en opuestos lados del margen. El escandalo de la revelación se posa frente a él como algo contaminado, se cuida de no imitar, sino de aprender para ponerse a salvo.
La conclusión no es una sorpresa, sino una afirmación inesperada.
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